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EL ESPACIO ENTRE LOS DEDOS

EL ESPACIO ENTRE LOS DEDOS

CURADURÍA

Mauro Guzmán

INAUGURACION:

9/9/22

CIERRE:

5/11/22

TEXTO DE SALA

¿Era de noche o era de día?


Cuando miro una serie de pinturas me encanta inventar la rutina de la persona que la produjo. Me pregunto en qué momento del día, o de la noche, las pintó, qué días de la semana, en un momento preciso o a lo largo del día, si tiene la suerte de no trabajar y puede pintar cuando quiere. Me pregunto si pinta en su casa, o en un taller, y con qué vista. Me pregunto si escucha música, o la radio, o algún podcast, y sobre qué temáticas. Me gusta imaginar las bebidas que toma mientras pinta, si fuma o no, si hay animales cerca, si entra mucha luz, si apaga su celular, si se va lejos del mundo o si al revés necesita seguir conectada. Las rutinas de lxs pintores me hacen despegar de la realidad, me dan un cobijo mental, me propulsan en una dimensión reconfortante. Pasa lo mismo cuando me entero de que tal novela o poesía fue escrita en un bar, por ejemplo. Aunque no sea la garantía de nada, y menos de la calidad de la obra en sí, visualizar estas escenas me dan automáticamente ganas de estar allí también, escribiendo en un café, o pintando a la luz de la mañana, en un taller cuya ventana da a un jardín. Me doy cuenta de que romantizo completamente la actividad de escribir o de pintar, pero no me importa, y además no lo puedo evitar. Vivo con otra fantasía: la que lxs que escriben y pintan no son humanxs atrapadxs en el mundo capitalista como lxs demás, incluso lxs demás artistas, son particulares. Es otra idea un poco tonta que no puedo, o más bien no quiero, tampoco dejar de lado, simplemente porque me hace bien. Me gusta pensar que sus días son especiales, que cuidan cada momento, cada detalle, que su cotidiano productivo no está guiado por la simple productividad sino por otra cosa, misteriosa, poderosa, apasionada. Estas imágenes ingenuas me permiten salir de vez en cuando de la depresión que implica pensar demasiado en el mundo y su lamentable estado (síndrome Mafalda). Imaginar que hay seres, como lxs artistas, que se relacionan de otra manera con el tiempo me da un sentimiento que se parece a la paz espiritual.


De esta manera entro en las pinturas y los dibujos de Belén -a quien por cierto conozco desde hace bastante tiempo- tratando de reconstruir lo que acompaña su obra en silencio y transforma el paso de sus días en formas, líneas y colores en el lienzo o en el papel. No es que piense que su obra sea un diario íntimo, acá no hay nada literal. Cada pintura, cada dibujo es el fruto de una serie de decisiones que Belen fue tomando durante todo el proceso de producción, primero en su taller de Funes, con el perro afuera durmiendo en el cantero, y desde donde puede ver un pedacito de jardín, y luego en su departamento de Rosario. Allí entra demasiada luz pero por una extraña razón no se decide en poner una cortina. Está constantemente el ruido de la ciudad pero no le molesta : no necesita instalar su cuarto propio en una torre de marfil. Cambia la música, toma unos mates, y al levantar la vista, se queda mirando su mano, el espacio entre sus dedos, el vacío, el aire que está ahí. Es casi una meditación. El fuera de foco la marea un poco. Aparecen las sensaciones de la niñez, los ruidos en el jardín de Funes, la emoción confusa ante la caída de los árboles, provocada por el viento o el agua que poco a poco aflojan sus raíces. ¿Cómo se cayó ese pino del cual se acuerda ahora? ¿Cuándo? ¿Era de noche o era de día? ¿Acaso importa? ¿Porque no se puede acordar del sonido exacto? De esta manera avanza la serie, en un movimiento parecido al de los recuerdos que van surgiendo, con sus vaivenes entre luz y sombra, entre dolor y alegría, entre lo que queda y lo que se fue.


De este movimiento Belén es una experta precisa y lúcida. Dibuja mucho y recuerda mucho también, pero no nos da a ver todo: hay un trabajo selectivo de la mano tanto como de la memoria. Para ella pintar es otra forma de recordar. Pero sin intención de archivar ni de quedarse en el pasado. Juega con los recuerdos, los ordena como quiere, esquiva algunos, se obsesiona con otros, agrega detalles, inventa las partes que faltan. Dos verbos para un solo gesto. Recordar en color, recordar en blanco y negro, recordar con oleo, recordar con gráfitos, recordar adentro de cuadernos, recordar en multiples formatos, recordar lo máximo que puede, por las mañanas antes del trabajo, el viernes todo el día, y en general, siempre que tiene un momento. En su taller, con tanta luz y con algunas de sus bandas favoritas sonando, Belén recuerda pedazos de obras que vio muchas veces durante largos minutos en el museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino, y de otras que pasaron delante sus ojos unos segundos en Instagram. Recuerda otros pintores, a la vegetación con mucha textura de Marx Ernst, a Odilon Redon y sus grabados negros poblados de creaturas fantasticas y de fantasmas, versiones inquietantes de los recuerdos. Y también, a la tardecita, cuando ya el cielo se pone naranja y cierra el kiosco de la esquina que ve por su ventana, recuerda a Rodolfo Elizalde y su serie Magnolia Púrpura, que justamente, descubrimos juntas en el 2013 o 2014, en esta muestra tan hermosa en la Biblioteca Argentina. Esta serie en sí misma es el recuerdo de la rutina del pintor al final de su vida, yendo y viniendo entre su taller en la planta alta y su patio abajo, lleno de plantas de su casa de la calle Brown entre Alvear y Santiago. El agua del mate está fría, ya sería más bien la hora de la cerveza: estamos justo en este momento, entre el principio de la noche, y el final del día.


Pauline Fondevila

Rosario, agosto 2022

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