"EL SUEÑO" Y OTRAS PINTURAS

CURADURÍA
Guillermo Fantoni
INAUGURACION:
3/3/23
CIERRE:
13/5/23
TEXTO DE SALA
En 1965, con motivo de una muestra realizada en Buenos Aires, Abel Rodríguez formuló declaraciones a un semanario que retrospectivamente podrían leerse como explicitación de una poética; una concepción de la obra asociada al agua y a una experiencia biográfica desplegada en uno de los escenarios naturales más característicos de Rosario. Precisamente, la vida del artista transcurrió en Alberdi, en las cercanías del río Paraná, un ámbito que disfrutó y redescubrió junto a sus hijos, Gabriela y Abel, como lo revelan los títulos de sus pinturas tempranas. En ese barrio vivían los pintores amigos de su padre, como Ricardo Warecki que había ilustrado con Santiago Minturn Zerva los relatos reunidos en el libro La barranca y el río; también allí estaba la Escuela Experimental Carrasco donde asimiló las enseñanzas de las hermanas Olga y Leticia Cosettini; y finalmente, también estaba allí el taller de Juan Grela que fue su maestro y decisivo orientador en materia de artes plásticas.
Abel había comenzado a pintar intuitivamente a los catorce años, como un desenlace natural e incluso previsible, si se consideran las vinculaciones familiares con el mundo del arte y la literatura. Su padre era Avelino Rodríguez, escritor y periodista perteneciente al grupo de Boedo, y su madre Florence Minturn Zerva, hermana de Santiago, destacado pintor y grabador de la primera generación de artistas de la ciudad, asociado, además, a figuras igualmente destacadas como el escultor Erminio Blotta y el pintor Gustavo Cochet. Por tal motivo no es extraño que Antonio Berni, también amigo de su padre, pintara en los primeros años treinta un retrato de Abel cuando aún era un niñito y el prestigioso fotógrafo Anatole Saderman, le hiciera unas sugestivas tomas cuando ya era un creador que participaba activamente en el campo del arte, en el segundo tramo de los sesenta. Otras fotografías anónimas pero igualmente reveladoras, lo muestran muy joven en el taller de Juan Grela, o compartiendo una charla con dos entrañables discípulos del maestro como Estanislao Mijalichen y Raúl Conti, o junto a Fernando Chao y Luis Etcheverry sobre un fondo cubierto con imágenes del mundo del espectáculo.
Como su padre, Abel también ejerció el periodismo; en su caso como redactor de la sección espectáculos y como crítico de arte en el diario La Capital. Testimonios emblemáticos de esta labor fueron las notas que publicó sobre autores por entonces casi secretos u olvidados como Augusto Schiavoni y Juan Berlengieri o las agudas entrevistas a pintores como Leónidas Gambartes y Juan Grela o coleccionistas como Eduardo de Oliveira César, embanderados de un modo radicalmente alternativo con el cultivo un arte moderno con connotaciones americanas y nacionales y la promoción de expresiones regionales. Sin embargo, la trama de vínculos se completó y complejizó cuando el artista se casó con Nancy Durand, profesora universitaria y concertista de flauta traversa, y seguramente esta unión fue una de las claves de su participación como ilustrador de una de las ediciones musicales de la Universidad Nacional del Litoral. Todos estos datos resultan suficientes para considerar a Abel Rodríguez como un paradigmático creador moderno, situado en la encrucijada de varios dominios: la literatura y la plástica, la música y el espectáculo, la crónica periodística y la cultura letrada.
Con Juan Grela, el artista no solamente adquirió los elementos del lenguaje visual sino que compartió el respeto y la admiración por los exponentes locales del modernismo y la perspectiva estética de raigambre nacional y americana que le llevó a diferenciar entre lo que llamaba universalismo e internacionalismo. Fueron estas cuestiones las que impulsaron una obra al margen de las tendencias principales del arte en cada coyuntura aunque puedan identificarse marcas que remiten al expresionismo y el cubismo, el surrealismo y la abstracción, o a figuras como Klee, Miró, Picasso y Matisse, por citar las referencias más visibles y operantes. En función de lo expuesto es claro que Abel Rodríguez se mantuvo al margen de las vanguardias experimentales de la década del sesenta, de los conceptualismos y los realismos de los setenta y de la pintura neoexpresionista de los ochenta, y aunque conservara algunos denominadores comunes con otros compañeros del taller de Grela, su obra guarda una marcada originalidad que la torna propia y única en el arte de la ciudad.
Si bien al principio el entorno natural y particularmente el río –en una clave no exenta de candor, onirismo y fantasía– ocuparon su atención, con el correr del tiempo la cultura, lo urbano y la existencia se convirtieron en los temas de interés desarrollados a través de pinturas cada vez más coloridas y caleidoscópicas. Así, en los tramos finales de su labor como pintor desarrolló unas piezas de gran formato cubiertas con una marea de puntos para generar mezclas ópticas y revelar el friso de la vida. En parte algo similar a los hechos registrados en las fotografías que lo rodeaban en la redacción del diario, con músicos, bailarinas y deportistas, pero también con jugadores de cartas y bebedores, alusiones a los juguetes de la niñez y los animales del litoral y, del mismo modo, unos interiores y jarrones con flores obsesionantes. Un espectáculo de la vida donde el sueño –tal el título de una de las obras–, es un interior doméstico con una lámpara picassiana y una modelo. Una suerte de tardío manifiesto visual que nos reenvía a una de sus pasiones, el universo del arte, invitando, al mismo tiempo, a la calma y la distensión en el torbellino de la existencia.
Guillermo Fantoni
Marzo de 2023