TEXTO DE SALA
La nube permanente del humo del delta que todas las mañanas se observa desde el balcón coloca a María en un lugar inquietante. Atravesada por esa pulsión que se percibe ya ontológica -no alcanza, para ese malestar, con el discurso ambientalista-, la nube tóxica se instala en una cotidianeidad que sólo puede producir algunas interferencias en su estatuto experiencial. Lo cotidiano, entonces, parece no poder perforar del todo esa omnipresencia de lo ominoso. Hay un tempo moroso, pero inquebrantable, de lo siniestro. Resulta imposible sustraerse a la avidez por el registro. Una furtiva rememoración de un rancio depósito de impresoras obsoletas en un edificio de la burocracia estatal, coloca a María en una pista: parece, esa vista ya naturalizada de lo funesto, acomodarse a un timing de otra época, como obsoleto, en retirada. Entonces, María hace hablar a la máquina.
El deseo es imparable; la búsqueda, frenética. María se encuentra, por fin -en una ignota librería, rescatada de un ciber de zona sur de los 90-, con la máquina: la impresora matriz de punto Epson LX 810. Sospecha que ahí está, cifrado, el tempo de esa escena abusiva que se le aparece todas las mañanas. La máquina, también, habla sola: en su carcaza, aun el cartelito pegoteado con los números de teléfonos fijos; los técnicos: el de la fotocopiadora, el del negocio de resmas, el de los cartuchos reciclados, el del reparador de las Olivetti; los de la vida: el de la farmacia, el del negocio de golosinas. Tal vez la máquina, en su propia candidez, haya interpelado a María. Como una flecha, la llevó a su época “dorada” de los 90.
María Crosetti sabe que su oficio recupera lo obsoleto convirtiéndolo en arte. Protagonista central en su laboratorio, la máquina repiquetea lentamente, registra en un tempo atascado; chirría, cruje. Con su gramática de matriz de puntos, va de derecha a izquierda imprimiendo por impacto una cinta de tinta contra el papel perforado en sus bordes de los formularios continuos -ese típico papel de las distintas burocracias que aun resiste en algunos suburbios del Estado-. Es una máquina endemoniadamente indiciaria. Fue tortuoso el periplo para su funcionamiento, pero por fin algún técnico freaky armó un engendro con el cable “puerto paralelo” y logró la interfaz impresora/computadora que permitió el registro de imágenes random provenientes de la web interceptadas por fugaces interferencias de captura digital del devenir cotidiano.
Se coloca así, la obra de María Crosetti, en una genealogía de los restos, de lo trash, de la cultura spam, de las materialidades subalternas. Hace sintagma con esa peculiar modalidad del registro de la caja registradora, de los cajeros automáticos, de los sistemas de detección de incendios, de las ticketeras, de las comisarías, saltando por encima de lo que vendría, la inyección a tinta, el láser, el 3D, el cloud printing.
De este modo, la obra de María se proyecta como un inmixing de aquello que de los últimos 80 y 90 nos sigue acuciando, cuando el Estado -y sus instituciones- todavía parecían existir pero que, en realidad, se encontraba en tránsito veloz hacia la disolución neoliberal y la mediatización digital. Es, si se quiere, la eficacia de esos restos lo que hace hablar a la época; una época, la nuestra, que nos punza, irremediablemente, en nuestra propia constitución ontológica.
Sandra Valdettaro
Rosario, Marzo de 2023