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WUNDERKAMMER. Por Pablo Makovsky

Actualizado: 27 jul 2021

Exhibición Sala #2/2021 - 11.06.21 PAULINA SCHEITLIN


Vemos a la fotógrafa. Si no su rostro o parte de su cuerpo, vemos su sombra sobre la figura de un hombre que avanza con su mascota por calle San Juan, una mañana imprecisa de otoño o invierno; vemos su sombra sobre una masa de hortensias en un lugar incierto que podría ser un parque, una plaza o un terreno suburbano, y así. Y, de repente, no la vemos, pero persiste esa percepción de que lo que se nos muestra es un cuadro en un cuadro, como en la fotografía de una imagen despellejada, detrás de una reja, en la que tras un afiche descascarado apreciamos un paisaje de patos en un lago: un palimpsesto de visiones desacralizadas.


Entonces, de un momento a otro, ya no está Paulina Scheitlin, y sobrevienen imágenes que acaso caben en el género “crueldad contemplativa”: un perro al que le falta una pata delantera, un mostrador de un negocio barrial en el que se apilan, en un rincón, unas rejillas de huevos vacías; una lona amarilla e impermeable que cuelga de una suerte de cruz y cubre algo indefinido en la pared de un patio y, también en este desierto referencial, las bases de unos árboles en la calle, una mezcla de cemento y sustancia viva: un tronco que crece y una materia muerta, de metal o de cemento, que se le opone, que acaso exhibe en su sólida perdurabilidad la agotada intención de ofrecer un marco, un encuadre de esa planta que persiste, desborda, crece, vive.


Todos sabemos que el objeto de una fotografía no define la foto. Un auto, un árbol, incluso un hombre, se ofrecen como centro de la mirada hasta que el encuadre, las líneas de fuga, hasta la reiteración en una serie los desfiguran, los exhiben como algo que se reconfigura con la mirada. En esta serie de fotografías cada figura humana o animal es, sino una estatua, algo que podría reconocerse en eso que tienen las estatuas: la pose que alguien ha representado.


Por eso Wunderkammer (“cámara prodigiosa” en alemán; Scheitlin, a su vez, en alemán antiguo –según me contó hace años la fotógrafa – era el nombre dado a esas raquetas que se usan para caminar sobre la nieve) trata a su vez de un prodigio que sucede cuando se miran todas las fotos y con la memoria retrospectiva de cada imagen. El prodigio es haber captado esa “sustancia” de marco, de encuadre que cada objeto –cada sujeto de la fotografía, se entiende– ofrece a la lente.


Hace poco volví a ver la presentación del homenaje que le hicieron a Bruce Springsteen en 2009 en el Kennedy Center Honors . El comediante Jon Stewart es el encargado de ese discurso y, cerca del final, dice: “Cuando escuché a Bruce Springsteen todo cambió y no volví a sentirme un perdedor. Cuando escuchás la música de Bruce ya no sos un perdedor, sino un personaje en un poema épico que trata sobre… sobre perdedores”. Más allá del chiste, es una hermosa interpretación sobre el arte y ese brumoso concepto de la “identificación” con el que tan bien funcionan las canciones. Quitemos lo de perdedor, reemplacémoslo por, pongamos, “objetos”, o “restos”. La operación de Scheitlin con los sujetos de sus imágenes funciona como la broma de Stewart y las canciones de Springsteen: la fila de enanitos de jardín, detenidos en una de las fotos en las que corren entre ellos unas gallinas; el arbusto de un parque recortado con la forma de una bola en la que el podador o vaya uno a saber quién dibujó los ojos y la boca de una figura del PacMan; la estatua manca de algo así como un poeta sentado en el parque que rodea el Museo Histórico de Santa Fe, que sostiene con la mano y el brazo izquierdo entero un libro, todos esos sujetos hallan en ese marco que recorta Scheitlin su personaje, su carácter –como se prefiere en la dramaturgia clásica–, su don de “sujetos”.


Hay incluso una fotografía muy despojada, ascética y hasta banal que muestra el retrato de un reconocido psiquiatra rosarino que posa en una camisa blanca, un rostro que mira altivo hacia su derecha. Aunque no sepamos quién es, deducimos de inmediato la importancia autoasumida de ese hombre que nos enseña su perfil, una foto que debe tener, al menos, unos 70 años. El marco del retrato es de madera dorada, labrado, de un barroco decimonónico. Una vez despejada la duda de la identidad del hombre, lo que captura la mirada es una suerte de estampa adhesiva brillante que asociamos con la restauración del retrato, la renovación del vidrio, cualquiera de esos trabajos que pudieron haber mejorado la persistencia de ese cuadro. Pero debajo del marco, resaltada por la pared blanca donde está colgado, vemos la silueta de una sutil araña doméstica que tal vez teje su tela o su trampa detrás del cuadro. De nuevo, como en las bases de los árboles urbanos y su entorno material, algo de lo vivo se opone o excede la mera materia de ese objeto retratado.


Vuelvo a las imágenes de Wunderkammer en las que la fotógrafa se exhibe en el encuadre. Como escribo a partir de una serie compartida a través de Google Drive, la primera que vi es una foto en la que Paulina se fotografía a sí misma en el centro de una fuente oval plateada que está en la vidriera de una casa de marcos y antigüedades. No sé cuál fue la intención de la fotógrafa al tomar esta imagen –ni me interesa, desde luego: asumir su cálculo es someterme a su “engaño”, a la trama que ella ofrece, cuando mi tarea es descubrir su moira: el destino no elegido de su elección–, sí entiendo que esa imagen establece la primera parte de la serie; no necesariamente la del autorretrato, sino una primera aproximación a ese proceso por el cual una naturaleza muerta se convierte en un retrato, en la imagen de un rostro.


En El desierto y su semilla, la novela de Jorge Barón Biza que es todavía uno de los grandes relatos rioplatenses del siglo XX, el autor-narrador reflexiona sobre el rostro de su madre (Clotilde Sabattini), deformado luego de que su padre le arrojase un vaso de ácido sulfúrico, el vitriolo. Escribe: “La cara es para recibir a los otros; todo aquello que recibe está en la cara; ojo, oreja, boca y hasta la mejilla, que recibe los golpes. La cara es para que los hombres puedan conocerse a fondo entre ellos. Por eso es sagrada... porque ya es el Otro. La gente debe hacer de su cara la cuna del amor. Sólo hay cara de verdad cuando hay voluntad de querer; si no amas, la cara de tu prójimo se convierte en un bife, en algo temible”.


Sostengo que todas las fotografías de Wunderkammer son, a veces de forma más explícita que otras, la manifestación de “esa voluntad de querer”. Y que el rostro de la fotógrafa, que se deforma en unos vidrios –lejano fantasma del “vitriolo”– recostados en una pared suburbana (la sugiere un camino de tierra que se refleja en uno de esos vidrios); o el medio plano de ella en el espejo de una calesita –de nuevo el retrato oval en la feria de diversiones–, es mucho menos su rostro que una figura capaz de dotar a los objetos fotografiados de una dimensión afectiva, para que no se conviertan en “un bife, en algo temible”.


Volvamos a la foto del perro manco: tiene la pata derecha embarrada y la misma negrura del barro colabora con la palidez de su cuerpo y su pose. De algún modo, es la mutilación del perro lo que lo vuelve un perro en la foto, no una estatua; asimismo, en la estatua del escritor en el jardín del museo, es el brazo derecho mutilado en la escultura el que lo devuelve a una semivida que completan unos zapatos estilo wallabee que eligió el ignoto escultor. Hay incluso una fotografía de unos caballos de calesita tirados en un patio rural (vemos una casa de ladrillos vistos semioculta entre los árboles y el horizonte cubierto por la vegetación suburbana) que vuelven sobre este motivo: el de la estatua revivida, vista con “la voluntad de querer”, como en la cita de Barón Biza. Uno de los caballos yace de costado con el brío diseñado por el escultor ahora desdibujado por su pose. Como en el retrato del hombre importante en la que desentona la oblea brillante del restaurador y la araña que se desplaza debajo del marco, el abandono de estas fantasías de caballos es una escena que la fotografía recoge y devuelve a un artificio humano, una suerte de portal donde somos recibidos por llevar un rostro que mira y es mirado.


Como en el chiste de Jon Stewart sobre Bruce Springsteen: la anónima figura del objeto abandonado encuentra una épica con la que vuelve a contarnos una historia.





 

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