top of page

Exhibición Sala #2/2021 - 11.06.21 PAULINA SCHEITLIN


Vemos a la fotógrafa. Si no su rostro o parte de su cuerpo, vemos su sombra sobre la figura de un hombre que avanza con su mascota por calle San Juan, una mañana imprecisa de otoño o invierno; vemos su sombra sobre una masa de hortensias en un lugar incierto que podría ser un parque, una plaza o un terreno suburbano, y así. Y, de repente, no la vemos, pero persiste esa percepción de que lo que se nos muestra es un cuadro en un cuadro, como en la fotografía de una imagen despellejada, detrás de una reja, en la que tras un afiche descascarado apreciamos un paisaje de patos en un lago: un palimpsesto de visiones desacralizadas.


Entonces, de un momento a otro, ya no está Paulina Scheitlin, y sobrevienen imágenes que acaso caben en el género “crueldad contemplativa”: un perro al que le falta una pata delantera, un mostrador de un negocio barrial en el que se apilan, en un rincón, unas rejillas de huevos vacías; una lona amarilla e impermeable que cuelga de una suerte de cruz y cubre algo indefinido en la pared de un patio y, también en este desierto referencial, las bases de unos árboles en la calle, una mezcla de cemento y sustancia viva: un tronco que crece y una materia muerta, de metal o de cemento, que se le opone, que acaso exhibe en su sólida perdurabilidad la agotada intención de ofrecer un marco, un encuadre de esa planta que persiste, desborda, crece, vive.


Todos sabemos que el objeto de una fotografía no define la foto. Un auto, un árbol, incluso un hombre, se ofrecen como centro de la mirada hasta que el encuadre, las líneas de fuga, hasta la reiteración en una serie los desfiguran, los exhiben como algo que se reconfigura con la mirada. En esta serie de fotografías cada figura humana o animal es, sino una estatua, algo que podría reconocerse en eso que tienen las estatuas: la pose que alguien ha representado.


Por eso Wunderkammer (“cámara prodigiosa” en alemán; Scheitlin, a su vez, en alemán antiguo –según me contó hace años la fotógrafa – era el nombre dado a esas raquetas que se usan para caminar sobre la nieve) trata a su vez de un prodigio que sucede cuando se miran todas las fotos y con la memoria retrospectiva de cada imagen. El prodigio es haber captado esa “sustancia” de marco, de encuadre que cada objeto –cada sujeto de la fotografía, se entiende– ofrece a la lente.


Hace poco volví a ver la presentación del homenaje que le hicieron a Bruce Springsteen en 2009 en el Kennedy Center Honors . El comediante Jon Stewart es el encargado de ese discurso y, cerca del final, dice: “Cuando escuché a Bruce Springsteen todo cambió y no volví a sentirme un perdedor. Cuando escuchás la música de Bruce ya no sos un perdedor, sino un personaje en un poema épico que trata sobre… sobre perdedores”. Más allá del chiste, es una hermosa interpretación sobre el arte y ese brumoso concepto de la “identificación” con el que tan bien funcionan las canciones. Quitemos lo de perdedor, reemplacémoslo por, pongamos, “objetos”, o “restos”. La operación de Scheitlin con los sujetos de sus imágenes funciona como la broma de Stewart y las canciones de Springsteen: la fila de enanitos de jardín, detenidos en una de las fotos en las que corren entre ellos unas gallinas; el arbusto de un parque recortado con la forma de una bola en la que el podador o vaya uno a saber quién dibujó los ojos y la boca de una figura del PacMan; la estatua manca de algo así como un poeta sentado en el parque que rodea el Museo Histórico de Santa Fe, que sostiene con la mano y el brazo izquierdo entero un libro, todos esos sujetos hallan en ese marco que recorta Scheitlin su personaje, su carácter –como se prefiere en la dramaturgia clásica–, su don de “sujetos”.


Hay incluso una fotografía muy despojada, ascética y hasta banal que muestra el retrato de un reconocido psiquiatra rosarino que posa en una camisa blanca, un rostro que mira altivo hacia su derecha. Aunque no sepamos quién es, deducimos de inmediato la importancia autoasumida de ese hombre que nos enseña su perfil, una foto que debe tener, al menos, unos 70 años. El marco del retrato es de madera dorada, labrado, de un barroco decimonónico. Una vez despejada la duda de la identidad del hombre, lo que captura la mirada es una suerte de estampa adhesiva brillante que asociamos con la restauración del retrato, la renovación del vidrio, cualquiera de esos trabajos que pudieron haber mejorado la persistencia de ese cuadro. Pero debajo del marco, resaltada por la pared blanca donde está colgado, vemos la silueta de una sutil araña doméstica que tal vez teje su tela o su trampa detrás del cuadro. De nuevo, como en las bases de los árboles urbanos y su entorno material, algo de lo vivo se opone o excede la mera materia de ese objeto retratado.


Vuelvo a las imágenes de Wunderkammer en las que la fotógrafa se exhibe en el encuadre. Como escribo a partir de una serie compartida a través de Google Drive, la primera que vi es una foto en la que Paulina se fotografía a sí misma en el centro de una fuente oval plateada que está en la vidriera de una casa de marcos y antigüedades. No sé cuál fue la intención de la fotógrafa al tomar esta imagen –ni me interesa, desde luego: asumir su cálculo es someterme a su “engaño”, a la trama que ella ofrece, cuando mi tarea es descubrir su moira: el destino no elegido de su elección–, sí entiendo que esa imagen establece la primera parte de la serie; no necesariamente la del autorretrato, sino una primera aproximación a ese proceso por el cual una naturaleza muerta se convierte en un retrato, en la imagen de un rostro.


En El desierto y su semilla, la novela de Jorge Barón Biza que es todavía uno de los grandes relatos rioplatenses del siglo XX, el autor-narrador reflexiona sobre el rostro de su madre (Clotilde Sabattini), deformado luego de que su padre le arrojase un vaso de ácido sulfúrico, el vitriolo. Escribe: “La cara es para recibir a los otros; todo aquello que recibe está en la cara; ojo, oreja, boca y hasta la mejilla, que recibe los golpes. La cara es para que los hombres puedan conocerse a fondo entre ellos. Por eso es sagrada... porque ya es el Otro. La gente debe hacer de su cara la cuna del amor. Sólo hay cara de verdad cuando hay voluntad de querer; si no amas, la cara de tu prójimo se convierte en un bife, en algo temible”.


Sostengo que todas las fotografías de Wunderkammer son, a veces de forma más explícita que otras, la manifestación de “esa voluntad de querer”. Y que el rostro de la fotógrafa, que se deforma en unos vidrios –lejano fantasma del “vitriolo”– recostados en una pared suburbana (la sugiere un camino de tierra que se refleja en uno de esos vidrios); o el medio plano de ella en el espejo de una calesita –de nuevo el retrato oval en la feria de diversiones–, es mucho menos su rostro que una figura capaz de dotar a los objetos fotografiados de una dimensión afectiva, para que no se conviertan en “un bife, en algo temible”.


Volvamos a la foto del perro manco: tiene la pata derecha embarrada y la misma negrura del barro colabora con la palidez de su cuerpo y su pose. De algún modo, es la mutilación del perro lo que lo vuelve un perro en la foto, no una estatua; asimismo, en la estatua del escritor en el jardín del museo, es el brazo derecho mutilado en la escultura el que lo devuelve a una semivida que completan unos zapatos estilo wallabee que eligió el ignoto escultor. Hay incluso una fotografía de unos caballos de calesita tirados en un patio rural (vemos una casa de ladrillos vistos semioculta entre los árboles y el horizonte cubierto por la vegetación suburbana) que vuelven sobre este motivo: el de la estatua revivida, vista con “la voluntad de querer”, como en la cita de Barón Biza. Uno de los caballos yace de costado con el brío diseñado por el escultor ahora desdibujado por su pose. Como en el retrato del hombre importante en la que desentona la oblea brillante del restaurador y la araña que se desplaza debajo del marco, el abandono de estas fantasías de caballos es una escena que la fotografía recoge y devuelve a un artificio humano, una suerte de portal donde somos recibidos por llevar un rostro que mira y es mirado.


Como en el chiste de Jon Stewart sobre Bruce Springsteen: la anónima figura del objeto abandonado encuentra una épica con la que vuelve a contarnos una historia.





 

Enlaces:




Exhibición Gabinete #2/2021 - 23.04.21 HUGO CAVA

SMYSLOV.—Bueno, Dr. Floyd, espero que no crea que soy demasiado curioso, pero tal vez pueda aclarar el misterio sobre lo que ha estado sucediendo allí.

FLOYD.—Lo siento, pero no estoy seguro de saber a qué te refieres.

SMYSLOV.—Bueno, es solo que durante las últimas dos semanas han sucedido cosas extremadamente extrañas en Clavius.

SMYSLOV.—Dr. Floyd, a riesgo de presionarlo en un punto —parece reticente a discutir—, ¿puedo hacerle una pregunta sencilla?

FLOYD.—Definitivamente.

SMYSLOV.—Francamente, hemos recibido informes de inteligencia muy fiables de que ha estallado una epidemia bastante grave en Clavius. Algo, aparentemente, de origen desconocido. ¿Es esto, de hecho, lo que ha sucedido? —una pausa larga e incómoda.

FLOYD.—Lo siento, Dr. Smyslov, pero realmente no tengo la libertad de discutir esto.

SMYSLOV.—Esta epidemia podría extenderse fácilmente a nuestra base, Dr. Floyd. Deberíamos conocer todos los hechos.—pausa larga.


Stanley Kubrick, 2001: A Space Odyssey 1968


¿Qué espacio queda para las imágenes que no sea la tergiversación? La pregunta intenta retomar una tradición de incertidumbre en realidades cada vez más codificadas. Habitamos un mundo —que sería desopilante sino fuera infinitamente trágico y desgarrador— que se empeña en inventar certezas al punto del aplanamiento terrestre. La posibilidad del artista se desliza a la resistencia: el empeño de proponer fugas en las significaciones. Así, la redención de la práctica artística se cifra en convertir las imágenes en jeroglíficos y codificar piedras rosettas que propongan nuevas existencias. Puede ser un marco, el passepartout, el cambio de escala, la repetición, la traducción gráfica. Estrategias para subvertir la eficacia. Es en esa práctica que las imágenes de esta sala reivindican el ejercicio especulativo.



En septiembre de 1977 el proyecto Interestelar de la NASA lanzó al espacio dos sondas gemelas denominadas Voyager I y II con el objetivo de explorar el espacio y realizar sobrevuelos planetarios. Cada una de las naves porta un disco fonográfico de cobre recubierto en oro que contiene 115 imágenes de la vida en la Tierra, sonidos naturales, una selección de 27 piezas musicales de diferentes culturas y épocas, saludos en 55 idiomas grabados por estudiantes de la Universidad de Cornell y el registro de las ondas cerebrales de Ann Druyan, miembro del proyecto. Cada disco está envuelto con una funda protectora de aluminio grabada con las instrucciones para su reproducción, un mapa de la ubicación de la tierra codificado en pulsares además de un cartucho y una aguja. El contenido fue seleccionado por un comité presidido por Carl Sagan y tiene el utópico e incierto objetivo de transmitir un mensaje humano a una hipotética civilización alienígena. La belleza del proyecto reside en su absurdo: aún si existen otros en el universo, aún si esos otros pueden resolver la decodificación del disco, aún si pueden percibir en los mismos términos que los humanos: ¿podrían esas otras inteligencias tramar la diversidad terrícola desde esas grabaciones? Sagan y su equipo orquestaron un compilado imposible de lo inconmensurable.

El 13 de septiembre de 2013 la Voyager I se convirtió en el primer objeto construido por humanxs en alcanzar el espacio interestelar escapando a la influencia de nuestro sol. Estos objetos arqueológicos fueron diseñados para tener una vida útil de hasta 5 mil millones de años. Los discos dorados seguirán flotando en el espacio más allá de la extinción de nuestra especie y el colapso de la Vía Láctea tras su colisión con la galaxia de Andrómeda. Serán los únicos, los últimos y más lejanos testimonios de la existencia de un presuntuoso, enternecedor y monstruoso colectivo: nosotrxs.



En el contexto del fin de mundo como lo conocíamos. En el abismo sin futuro, donde no existe la esperanza más que en los restos arqueológicos de un futuro ubicado en el pasado. Justo en este tiempo: algunas imágenes pueden aún constituir un mundo-otro, superpuesto y fantasmal. Donde lo cotidiano sea transmutado y extraterrestre. Surcado por objetos marginales flotantes que describan coreografías a contrapelo de su locus histórico. Un espacio surcado por odiseas irreverentes y conmovedoras, tan ridículas como vitales. Donde la única ley universal sea el equívoco iconográfico: práctica silenciosa pero irreductible.


Georgina Ricci



1. Algunas de ellas: Mapa con la localización del Sistema Solar, Definiciones matemáticas, Definición de las unidades de medida, El Sol, Egipto, Mar Rojo, Península del Sinaí y el Nilo, Órganos sexuales humanos, Madre amamantado, Padre e hija (Malasia), Grupo de niños, Retrato familiar, Diagrama de la deriva continental, Bosque con hongos, Nieve con una secuoya, Árbol con flores Narciso, Diagrama de la evolución de los vertebrados, Conchas, Delfines, Sapo en una mano, Jane Goodall y chimpancés, Bosquejo de un bosquimano, Mujeres andinas (Perú), Elefante, Hombre mayor con un perro y flores, Gimnasta, Supermercado, Pescados a la parrilla, Ciudadanos chinos cenando, Interior de una casa con un artista y fuego, Taj Mahal, Interior de una fábrica, Museo, Radiografía de una mano, Tráfico en hora pico (India), Expedición Antártica, Página de un libro (Newton, Philosophiæ naturalis principia mathematica), Astronauta en el espacio, Puesta de sol con aves.

2. El silencio eterno espacial parece invocar el efecto auditivo. Que puede desplegarse entre el imperceptible rumor del viento en los discos dorados de las sondas Voyager hasta el indeleble “Así habló Zaratrusta” o el casi hilarante “Danubio azul” de Strauss hijo en 2001: Odisea del espacio.

3. En Spotify: PLAYLIST Music from Earth (Voyager Golden Record)

4. http://goldenrecord.org/


 

Enlaces:






bottom of page