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Exhibición Sala #4/2019 - 9.10.19 COMPULSIONES NOCTURNAS Rubén Baldemar Curaduría: Nancy Rojas y Mauro Guzmán


Yo y mi otro yo

Por Jimena Ferreiro

“Para un virrey en el tercer mundo, las plantas eran fundamentales”, relata Xil Buffone en un texto que funciona como epitafio, escrito con amor y congoja luego de la arrebatada muerte de Rubén Baldemar sucedida en junio de 2005 (1) . Sus palabras celebran la amistad que los unía, la intimidad del vínculo, las casas que habitó y fundamentalmente su potencia para transformarlo todo: “Sabía adaptarse al basural y convertirlo en un vergel”. Y continúa: “Tomaba casas y las convertía un sitio habitable, mágico. En Zeballos, su última vivienda, atravesó varias fases a lo largo de las cuales pintó las paredes de varios rojos y borravinos, un rincón Morandi de porcelanas y vidrios, un cuadro Madí con marco demencialmente irregular, el gobelino y el triángulo de polillas..., allí perfeccionó el jardín”(2).

Me gusta esta descripción porque en el fluir de la atmósfera doméstica se subraya un aspecto que considero central para comprender la trama artística de los noventa vinculado a cierta condición ornamental que más que exaltar la nobleza de los materiales parece disfrazarla y travestirla. Sugestivamente esos términos los empleó el propio Baldemar en su exposición individual celebrada en el Museo Municipal de Arte Decorativo “Firma y Odilo Estévez” en Rosario en 1991. La decoralia como estilo de época recién se estaba formulado –y esta afirmación no es tan caprichosa como parece dando que “los noventa”, tal como se popularizaron en los textos críticos de la época, comenzaron un poquito antes, en 1989 para ser más precisos, y se extinguieron agónicamente con el estallido de 2001—. Decoralia fue también el nombre que escogió Jorge Gumier Maier para presentar sus trabajos en 1991 en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (el renombrado “ICI”), el mismo año que Baldemar lo hacía en el Decorativo de Rosario. Cierto aire aristocrático recubrió la producción de muchos artistas de la escena primigenia del Rojas que nucleó Gumier como artista y curador –o más bien plebeyo, como su reverso degradado—, y es por ello que resulta sumamente acertado el título que le otorga Xil Buffone a Baldemar –lo nombra “virrey” en su texto— donde la hidalguía no se funda en el origen sino más bien en la capacidad de descubrir la gema en el barro (o el jardín en el basural), y transformarse en soberano en su pequeño reino de fantasía. La poética de la brillantina y el confeti como rasgo estilístico del periodo se transformó en el maquillaje con el que Baldemar recubrió tan laboriosamente las superficies de sus pinturas, esculturas y objetos, casi como un acto de montarse. A esta altura las casualidades son causalidades encadenadas unas a otras amorosamente, que propiciaron la temprana aparición en la órbita de su trabajo de Severio Sarduy cuya frase encabeza la breve presentación de la exposición de 1991 a la que hice referencia. La exuberancia neobarroca de la prosa y la poesía de Sarduy se manifiesta con todo su erotismo en esta frase: “Pasión cosmética (como los travestis de occidente) pero a condición de dar a esa palabra el sentido que tenía entre los griegos: derivada de cosmos”. Un mundo hecho a medida, un universo privado poblado de esculturas pulidas en mármol blanco y brillante hasta el desquicio, luego policromadas y transformadas –Pigmalión mediante— en cuerpos con carne y sudor. Qué diferente es imaginar la antigüedad en su versión travesti, dionisíaca y exaltada.

Pienso en la escultura clásica con peluca y labial rojo carmesí y me provoca un estremecimiento semejante a cuando vi por primera vez la obra de Rubén Baldemar. Pero, a decir verdad, toda su obra posee esta condición, y no sólo aquella que explícitamente cita al preciosismo clasicista. Porque, como dice Nancy Rojas, Baldemar armó sus propias plataformas para releer el pasado (3). En los noventa, la historia se volvió, a su manera, un supermercado capaz de alimentar las vocaciones artísticas más declaradamente perversas donde la copia, el doble, la simulación y la auto-ficción se volvieron operaciones claves para combatir el logocentrismo imperante en la alta modernidad y su matriz hetero-normativa. Mediante la deriva estilística posmoderna y la recolección fragmentada de la historia del arte, Baldemar recorrió la antigüedad pagana, la heráldica medieval, del renacimiento al rococó atravesando los modernismos del XIX y la experimentalidad de la vanguardia histórica (incluso produjo una serie completa dedicada al urinario de Marcel Duchamp). De igual modo, el collage se volvió una estrategia para provocar la descontextualización y recontextualización de elementos con linajes erráticos. Por esta razón toda su obra puede leerse en clave pop lunfarda y apropiacionista, con dosis justas de decadentismo decimonónico y “humor negro”, como apunta Xil.

Y como buen neobarroco, Baldemar escribía muy bien. En uno de esos pasajes, que son breves pero contundentes, sensuales y confesionales, reprodujo un diálogo digno de citar: “-Parece mármol. -Sí, pero es madera. –Parece madera. –Sí, pero…”(4). Beatriz Vignoli trae a colación una imagen que me parece muy elocuente para desplegar esta cadena de significantes en el acto de infligirle daños al texto canónico (léase en este caso: material “noble”), estirando sus líneas de fuga hasta la deformidad, hasta forzar la materia para que diga otra cosa (5); o como escribió Carlos Basualdo, desplegando “la fiesta severa de lo inanimado”, que en su tesis sobre los noventa tiene la forma de lo “cadavérico”, una imagen sugestiva transformada en concepto operativo a través del cual se pueden entender aquellas producciones en las que el discurso del arte internacional es apropiado y alegorizado con el fin de volverlo en contra de sí mismo.

Entre lo vivo y lo inerte, Rubén Baldemar desplegó el teatro de las pasiones moviendo como nadie sus hilos. “Música de ventrílocuo”, dice Basualdo, “música para camaleones” me apunta desde el más allá Capote mientras sigo perpleja frente al desfile de sus obras en esta nueva escena (6).


Notas:

1- La madre de Rubén Baldemar lo encontró muerto en su casa el 18 de junio a la mañana. Eso supone que pudo haber fallecido entre la noche del 17 o las primeras horas de 18. Esta información la aportó Gladys Nistor. Y agrega en conversación con Daniel Andrino: “Ahí lo encontró su madre, desnudo, púdicamente tapado con una toalla sentado en el sillón, al lado del teléfono, con la carta de Eco en la mano. Rubén alcanzó a darse cuenta que se estaba muriendo. La mamá tenía la llave de la casa. Ese día llamó por teléfono como siempre y se preocupó porque Rubén no atendía”. Rosario, 5 de octubre de 2019.

2- Xil Buffone, “El Sr. Baldemar y su extraño caso”, en Rosariarte, 24 de junio de 2005. Disponible en línea: http://www.rosariarte.com.ar/contenidos/index.php?op=nota&nid=152

3- Nancy Rojas, “Compulsiones nocturnas”, en Norma Rojas y Mónica Castagnotto (curadoras), Baldemar (cat.exp.), Escuela de Bellas Artes, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, 2017.

4- Rubén Baldemar, Papeles protagónicos (en colaboración con Susana Meden), Museo de Arte Decorativo “Firma y Odilo Estevez”, Rosario, 1991.

5- Beatriz Vignoli, “Sin fondos: escudos para una caída”, en Rubén Baldemar. Heráldica (brochure), Galería del Pasaje Pam, Rosario, 2004

6- Carlos Basualdo escribió un texto sobre el artista en 1994 con el título “Música de ventrílocuo”. También en ese mismo año publicó su ensayo “Entre la mímesis y el cadáver: arte contemporáneo en Argentina”, incluido en el catálogo de la exposición Art from Argentina, editado por David Elliot, director del Museum of Modern Art de Oxford.


 

Enlaces:

- MUESTRA COMPULSIONES NOCTURNAS: https://www.subsuelo.com.ar/compulsionesnocturnas



Exhibición Gabinete #6/2019 - 27.09.19 Lucas Bragagnini

Curaduría Gastón Herrera Lucas nos propone una obra íntima y enigmática. Para ello, utiliza Gabinete como un espacio para la instalación, y es allí donde podrían pensarse aquellos “cuartos de maravillas” de los siglos XVI, XVII y XVIII destinados a mostrar y exponer objetos que provienen de distintos lugares del mundo.


El artista toma el papel de viajante temporo-espacial para presentarnos de manera encriptada su preciado hallazgo.


En la antesala, un rayo de luz proveniente de un proyector de diapositivas, tecnología ya en desuso, pone en escena una mampara – pantalla que nos señala una entrada, mediante un corte, una fisura que separa dos realidades.


Una vez dentro del espacio de la obra, nos encontramos con una docena de fotografías en blanco y negro que podríamos asociar con un registro, a la manera de Bernd y de Hilla Becher donde documentan la extinta arquitectura industrial Alemana. Con el mismo rigor en los planos, Lucas parece catalogar distintas realidades: construcciones de dimensiones monumentales en ruinas, que a simple vista captamos como posibles pero inciertas.


Ante esta sensación de extrañeza, el artista nos va presentando datos que confirman la veracidad de la experiencia: las imágenes dejan ver en sus bordes, datos del mensaje fotográfico e incluyen un pie de página con coordenadas espaciales, ubicándonos en una escena que oscila, con recursos atemporales, entre lo verdadero y lo falso, lo real y la ficción.

Ante un presente de sobrecarga y velocidad en el flujo de imágenes, donde estas pueden ser intervenidas, absorbidas y desechadas en segundos, la obra nos detiene en el tiempo sin oponerse a los medios actuales, sino que los complementa con recursos analógicos, recordándonos al cineasta Michel Gondry.


Meridiano 4267 nos propone detenernos ante la extrañeza. En ese momento, hemos caído en la trampa: entramos en un simulacro sin reparar en el contexto espacial de las mismas.


Estos paisajes que con destreza de un maquetista de ciencia ficción, nos hacen indagar en el más mínimo error, algún detalle que nos indique una salida que nos tranquilice, que nos de indicios de que estamos en nuestro mundo.


Gastón Herrera.

Rosario, Septiembre 2019.

 

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Hay ediciones realizadas directamente por el propio artista y hay ediciones de obras de artistas a cargo de talleres especializados en su impresión –un fenómeno reciente dentro del campo artístico argentino, pero de larga historia en otras escenas internacionales. Hay ediciones que respetan los rigurosos códigos de regulación de la tirada y el control de su numeración, y hay ediciones que, irreverentes, burlan o subvierten esta codificación. Hay re-ediciones que permiten prolongar su circulación inicial (las sucesivas ediciones de Los Caprichos de Goya constituyen un caso ejemplar) y hay nuevas ediciones que otorgan una renovada visibilidad a obras poco accesibles. En el caso rosarino, es relevante el ejemplo de las carpetas de grabados publicadas por Emilio Ellena entre fines de la década del cincuenta y el primer lustro de los sesenta, y su reedición de estampas de artistas activos y otros ya fallecidos, como Leónidas Gambartes o Abraham Vigo.


Pero también hay veces en que la edición descubre xilografías o aguafuertes poco conocidos o incluso inéditos, otorgando visibilidad pública por primera vez a obras históricas pero nunca vistas hasta ese momento. Porque, en este sentido, cabe señalar que el grabado –en tanto obra impresa a partir de tacos y matrices creadas por los artistas, y que posibilitaría una difusión plural–, suscita muchas veces una llamativa paradoja: ser una producción multiejemplar pero ignorada, cuando no inaccesible ó, en casos más extremos, directamente perdida. Entonces, la circulación extendida de esas imágenes que, en teoría, se desprendería de las potencialidades del grabado se enfrenta, en los hechos, con su desconocimiento o falta de visibilidad.


Tal era el caso, hasta este momento, de estos grabados en metal de Osvaldo Boglione que, realizados entonces como pruebas de artista y luego olvidados, son ahora rescatados y exhibidos por primera vez gracias a la edición que aquí se presenta. El trabajo de estampado de las matrices de aguafuerte/aguatinta creadas por Boglione, a cargo de Alejandra Mansilla en tanto maestra impresora, debió enfrentar algunos desafíos: no sólo el cuidado en la realización de la tirada, considerando que el grabado en metal conlleva un mayor grado de dificultad que otras modalidades gráficas, sino también los avatares del paso del tiempo sobre una materia extraña para el grabado tradicional. En efecto, Boglione realizó estas matrices en chapas o aluminio de latas de productos comerciales, como aceite o leche en polvo, encontrados y reconvertidos por el artista –en una búsqueda sobre la materialidad que se podría asociar tanto a las indagaciones de los informalistas como a las de Antonio Berni– en su puesta en juego de una exploración gráfica altamente experimental.


Esta edición rescata entonces un conjunto de obras que no sólo nunca habían sido exhibidas hasta el momento, sino que eran desconocidas. La activación de estas matrices en estampas –papel, tinta y prensa mediante– echa luz sobre imágenes en matices del gris que, habiendo quedado en las sombras, hasta ahora habían sido invisibles. Así, se revela una vieja nueva obra de Boglione.


Silvia Dolinko, Buenos Aires, octubre de 2017


 

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